francisco gavidia


Escritor, educador y periodista salvadoreño. Su poesía evolucionó desde el romanticismo hasta la orientación reflexiva y conceptual de su poema Sóteer o La tierra de Preseas, editado completo en 1949. Lector y traductor de poetas franceses, le descubrió a Rubén Darío las posibilidades renovadoras implícitas en los versos de Victor Hugo, posibilidades que él mismo trató de aprovechar en Versos (1884), convirtiéndose así en uno de los precursores del modernismo en Centroamérica. La trayectoria de su poesía es similar a la de su teatro, como demuestran sus dramas Júpiter (1885), Ursino (1889), Conde de San Salvador o el Dios de las cosas (1901), Lucía Lasso o Los piratas (1914) y La torre de marfil (1920), y el poema dramático La princesa Catalá (1944). Iniciador del relato breve salvadoreño, buscó inspiración para sus cuentos en los tiempos precolombinos y coloniales, así como en otras literaturas. Propuso la creación de un nuevo idioma, el salvador, y hacia 1906 -en esa fecha inició sus vuelos en aeroplano el brasileño Alberto Santos Dumont- pretendió aplicarlo a la creación de su poema en hexámetros Los aeronautas, Poema en Hexámetros a la Gloria Latinoamericana de Santos Dumont, buena muestra de poesía prefuturista.

LA VUELTA DEL HÉROE
La sorpresa fue grande en Tlapallán, -llamada por los cronistas "la misteriosa"-: el héroe que lleva­ba el nombre de la Estrella de la Mañana, estaba de vuelta. Volvía después de muchos años, después de ser rey pontífice máximo en la Tula de Anahuac de ser rey por veinte años en Cholula, la ciudad del Peregrino, diez años en Mayapán. 
En presencia de esta persona venerable todavía, pero muy demacrada, los ancianos recordaban al antiguo profeta, al tiempo de su partida de Tlapallán, era entonces un personaje de semblante benévolo, blanco y de barba y cabellos ru­bios, descripción recogida por el cronista Torquemada. Todos tenían presente su manto largo y flotante; su túnica, también blanca, sembrada de flores negras-, rasgo anotado por el ve­nerable Las Casas. Recordaban el séquito que le acompañó en su viaje al Nordeste, hombres igualmente hábiles en las obras de arte y en las combinaciones de ciencia, arquitectos, pintores, escultores, cinceladores, orfebres, joyeros, matemáticos, astrónomos, músicos, "como en las otras industrias para la sustentación humana". Usaré de preferencia las frases vivas que los cronistas han tomado a la leyenda y a la tradición. 
En fin, tenían presente su maravillosa carrera de héroe y de civilizador. 
Pero el tinte de melancolía que sombreaba su rostro, tenía algo que era, no sólo la huella que en él dejara la adversidad, era, además, en el héroe, milagroso, en el ser perfecto, el signo de los remordimientos y el descontento de sí mismo. 
En un dios, como él era que había podido tener la satisfacción de ver desde su teocali, que se alzaba en Cholula sobre una pirámide cuya base tiene cuatrocientos cincuenta metros por lado, el más hermoso paisaje de prados sonrientes y de volcanes coronados de llamas este descontento de sí hacía ver lo que en él había de humano. 
Estaba gravemente herido, no tanto por sus derrotas y por la saña de sus enemigos, cuanto por sus faltas. 
Los sacerdotes de Míctlán de Tlapallán, donde se le había erigido el famoso templo redondo que hallaron los es­pañoles al tiempo de la conquista, que habían ido a su encuentro, tenían deseos de escuchar sus palabras, pues les había hablado muy poco. 
El Tecti o gran sacerdote, que llevaba una mitra con dos plumas de quetzal, y vestía gran túnica azul, cortó las alaban­zas con que abrumaba al dios, el agorero, poniendo, como dice una locución vulgar, el dedo en la llaga, y soltando la voz a semejantes razones: 


-Escuchadnos, pues, Ceacatl Quezalcohuatl (que este era el nombre de la Estrella de la Mañana en su idioma, que era el tolteca, o náhutl, o náhuate) a fin de que luego nos refiráis cómo ha sido vuestro largo combate con la Luna. Aquí en Tlapallan, el rey de Cuscatlán, llamado el Pez-Águila, quiso restablecer el culto de vuestro enemigo; pero llenos de horror por los sacrificios humanos, los hijos del País de los Collares alzaron en alto sus escudos de oro, y, elevando al trono un pastor se restableció la religión de la Estrella de la Mañana, la vuestra, y prueba de ello es para vos ese colegio de sacerdotes, este templo. Es pues, este antiguo Tlapallán, el único país al parecer, donde no os ha vencido vuestro enemigo el sanguinario Tezcatipoca, si como es de temerse, habéis perdido la esperanza de que vuelvan al poder vuestros amigos de la antigua Tula Anáhuac y en la ciudad pía, la famosa Cholula, célebre años hace ya por su santuario. 




El grandioso peregrino pareció volver a la realidad de las hechos y las cosas, al oír estas palabras y clavando en el Tecti su mirada, soltó al punto la voz y habló de esta manera: 
-De cómo es más temible el enemigo que halaga nuestras pasiones y nuestra vanidad que el enemigo franco y desembozado, es un ejemplo la historia de los últimos años de Quet zalcohuatl, que os habla, y la historia de la caída del famoso imperio de Tula. La Luna, que para los niños es poética, plácida y triste, y para vosotros los sacerdotes que leeis los jeroglíficos y los analtés, es terrible, es, sobre todo, para los dioses, una deidad rica en ardides. Entablada la lucha entre las dos regiones, he aquí que una noche la Luna desciende del cielo, deslizándose por una soga torcida con los hilos de la araña. 
En seguida se presenta en mi palacio bajo la forma de un anciano, mago, adivino o hechicero, y dirigiéndose a uno de los sirvientes, le dice: 
-Quiero ver a tu dueño; quiero hablarle. 
-Ve en paz, anciano, le dice el sirviente, no puedes ver a mi señor. Está enfermo. Puedes incomodarle y causarle aflicción. 
Tezcatipoca insiste: 
-¡Quiero verle! 
Y entonces los sirvientes ruegan al hechicero que ahí espere; y vanse dentro y dicen: Hay un anciano (y dan las señas) el cual afirma que ha de ver al rey y que no ha de mar­charse. 
Respóndoles yo: 
Abridle paso, que ha muchos días que espero su venida. Pues en verdad, había tenido un presentimiento, engañoso, ¡ay!, pues me anunciaba la dicha, y quien llegó fué mi ene­migo. 
Entra enseguida Tezcatipoca, y me dice: -¿Qué tienes tú? 
Y añade: 
-Traigo una medicina que ahora mismo has de beber. Y yo respondo: 
-Se bienvenido, anciano. 
Ha muchos días (¿fué acaso un sueño?) que espero tu venida. 
Y el viejo hechicero entonces: 
-¿Cómo va ese cuerpo? 
-¿Cómo estás de salud? 
-Extremadamente enfermo, le respondo. Todo el cuerpo duele. No puedo mover las manos ni los pies. 
Entonces dijo Texcatipoca: 
-Pues bien, es necesario tomar esta medicina que yo ten­go, es buena y saludable. Si la bebes, sentirás la embriaguez y el dulce alivio del corazón. Y acordásete ha de la grandeza y trabajos gloriosos de tu vida. Y arderás en deseos de partir, como en otro tiempo, en busca de la gloria, de marchar a países grandiosos que te aplaudan y comprendan, y escribirás nuevas páginas en el libro de tu vida... 
-¡Oh! sí, le respondí, pues toda la ambición despertó en el fondo de mi pecho; mas los enemigos, los sectarios de la Luna, han suscitado una guerra que ha abatido mi espíritu.
-Hay un país donde se te espera. Si en Tlapallan fuiste educado y en Tula has sido grande, en Tula-Tlapallan serás llamado el grande de dos civilizaciones; la tolteca y la maya. Aquí eres Quetzalcohuatl; allá serás Kukulcán. En Tula Tlapallan estará otro anciano que te espera, y hablaréis juntos, y cuando vuelvas a Tula, serás joven como un muchacho. 
Oyendo estas palabras, siento movido mi corazón, mientras el hechicero, más y más insistiendo: 
-Señor, dice, la medicina hela aquí: tomadla, pues. 
Yo estaba aún meditativo; no quería beberla. Pero insiste de nuevo el hechicero: 
-Bebe, mi buen señor, o, de no hacerlo, va a pesarte muy luego. O al menos, prueba el canto de la taza y gusta un sorbo. 
Entonces gusté y bebí, diciendo: 
-¿Qué es esto? Parece ser una cosa muy buena y Ya me siento sano y libre de mi enfermedad. 
Ya estoy bueno. 

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